Una ola verde ha impactado en las elecciones de Brasil. La candidata del Partido Verde, Marina Silva arañó el 20% del apoyo electoral, ocupando el tercer luhar en las votaciones. El resultado para muchos fue sorpreviso, y varios analistas coinciden en que si la campaña duraba unas semanas más, hubiera alcanzado el segundo puesto.

Comencemos por recordar que Silva fue ministro del ambiente del gobierno Lula. Pero los desencuentros se fueron sumando; perdió sus reclamos por mejorar los controles ambientales sobre los transgénicos, represas o carreteras. Finalmente renunció en 2008, por su discrepancia sobre la gestión amazónica, ya que el gobierno Lula tomó un camino que es muy similar al que parecería buscar Bolivia: promover carreteras, represas y minería volcada a la exportación. Poco después, en 2009, dio un paso más abandonando al Partido de los Trabajadores, advirtiendo que en su seno no se daban las condiciones para cambiar los valores y paradigmas de las viejas ideas del desarrollo. Me referí a esta situación en un post anterior (ver …).
Todo esto se debió a que el gobierno Lula triunfó la postura convencional desarrollista, y que en muchos casos fue defendida por la entonces ministro, y hoy candidata, Dilma Rousseff. Pero esas decisiones sembraron el descontento de amplios sectores sociales brasileños, en unos casos rechazando el daño social y ambiental, y en otros casos desilusionados y cansados con sus modos de hacer política.
Cuando se lanzó la campaña electoral, muchos en el gobierno no tomaron en serio a Silva como candidata presidencial: es una mujer, pequeña, mestiza, amazónica, evangelista, y competía desde un pequeño partido ecologista. A pocos les parecía una amenaza electoral seria. Pero se equivocaron. No advirtieron que representaba un tipo de actor social que posiblemente esté anunciando el debate político futuro no solo en Brasil, sino también en otros países.
Silva, como actor político, tiene una herencia personal que es muy común a centenares de miles de personas. Proviene de una familia amazónica que vivía de cosechar el árbol del caucho en Acre, y padeció la contaminación por metales pesados. Trabajó como empleada doméstica para completar sus estudios, fue dirigente social y legisladora. En sus discursos no grita ni amenaza, habla pausadamente e intenta convencer.
Sus propuestas apuntan hacia otro tipo de desarrollo. En el caso de las explotaciones extractivas, las directrices de su Partido Verde, contiene ideas muy distintas a las defendidas no sólo por el gobierno Lula, sino a lo que se postula en los demás países vecinos.
Por ejemplo, se reclama garantizar el abastecimiento nacional de esos recursos naturales antes que seguir extrayéndolos solamente para su exportación. Señala que hay que prepararse para un futuro sin ellos, ya que el cobre o el petróleo son finitos, y se acabarán. Este es un punto crucial que parecería no discutirse en otros países; se cierra los ojos a que el estaño o el petróleo se agotarán. Por lo tanto, la urgencia es cómo aprovechar las ganancias obtenidas hoy, para construir alternativas post-extractivistas mañana. El programa insiste en que la explotación debe balancear buenas ganancias y competitividad, pero siguiendo las más altas condiciones sociales y ambientales.
Por lo tanto, allí hay muchas ideas para pensar desde las demás naciones. Pero además ilustra los senderos de los debates futuros, donde candidaturas alternativas similares pueden estar gestándose, sin que desde el poder se les presete mucha atención.
Una versión abreviada de estas ideas se publicó en mi columna en La Primera (Lima), el 9 de octubre – ver…
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